martes, 26 de noviembre de 2019

La historia de Pirata






La historia de Pirata


Como cualquier pirata que se precie tiene una pata de palo, recuerdo de aquel tiempo de pelear contra el relente entre contenedores por una raspa de pescado. Su madre le enseñó desde la cuna a desconfiar de los humanos:


-“Huye de ellos como del diablo, hijo –le decía-. Si te ofrecen comida, no te acerques hasta que se hayan ido. Sólo buscan hacernos daño, no lo olvides…”


Pero los niños sueñan con descubrir el mundo y casi nunca pueden esperar a ser mayores. Cuántas veces conspiró con sus hermanos; cuántas veces prepararon sus escapadas nocturnas sin que mamá pudiera detenerles; cuántas veces corretearon las mismas calles y las mismas sendas, hasta aquella tarde lluviosa en que un idiota por dirección prohibida, al volante de un BMW, les arrolló violentamente sin intentar siquiera reducir la marcha. De los tres, Pirata fue el mejor parado; la rueda impactó de lleno en su patita, la de palo, sin la cual tendría que aprender a vivir el resto de sus días. Cuando por fin logró, exhausto de dolor, arrastrarse hasta el lugar donde yacían sus hermanos, se topó con dos cadáveres envueltos en sangre. Conteniendo el llanto (que los gatos nunca lloran) lamió amorosamente sus menudos cuerpecitos a modo de despedida; acto seguido se dejó llevar, como hoja que barriera el viento, hasta el primer refugio que le ofreció la noche; pronto mamá estaría aquí para acunarle entre sus brazos y curar el dolor que le mordía las entrañas. Esa fue la cruda forma que eligió la vida para enseñar a nuestro héroe la lección más importante que ha de aprender un gato, si es que quiere sobrevivir en esta jungla de cristal: “Tan sólo existe una cosa peor que los hombres… ¡¡¡los hombres con coche!!!”


Pero mamá jamás volvió. El tiempo fue pasando y el hambre, que jamás da un buen consejo, se empecinó en que no tuviera un sólo instante de respiro. Hasta que un día, irremediablemente, la necesidad le impulsó abajar la guardia. Un plato de comida que aparece de la nada, dos segundos de descuido para disfrutar las viandas, y de repente una puerta cerrándose a su espalda; resultado: el fin de Pirata, preso como un conejo y a merced de los humanos. Golpeó y golpeó –presa del pánico- la metálica reja con su pobre frentecita, mas sólo consiguió coleccionar nuevas heridas. Después la oscuridad más absoluta y unas voces a lo lejos celebrando su captura:


-“Ha caído, ha caído… ya está dentro de la jaula el condenado.”


Inmóvil y aterrado, finalmente optó por aguardar la llegada de la muerte recordando a mamá –cuánto la echaba en falta desde aquella maldita última escapada en que la perdió de vista-. Hubiera dado los bigotes, el rabo y hasta el alma por poder sentirla cerca; pero tocaba resignarse y morir en soledad a manos de aquellos monstruosos hombres que le habían dado caza.


Al cabo la luz volvió y no fue –tal como todo presagiaba- para mostrarle el rostro de la muerte. Qué va… justo al contrario; ante él surgieron los ojos infinitos del amor, ni rastro de odio por ninguna parte. Pero Pirata, desconcertado por el cúmulo de sucesos que había sufrido en tan escaso tiempo, no confiaba ni en su propia sombra; con las orejas agachadas y las fauces listas para morder lo que le saliera al paso, decidió morir matando al son de aquellas palabras de mamá:


-“Huye de ellos como del diablo, no confíes. Si se acercan demasiado, usa tu vida para defenderte…”


En definitiva, la situación, a pesar de que la muerte aún parecía andar dudando qué hacer con él, seguía siendo absolutamente desesperada. Lo mejor era andarse con mucho ojo…
Sin embargo el día transcurrió sin sobresaltos, y la noche siguiente, para su sorpresa, le sorprendió de nuevo entre los vivos, de modo que las dudas comenzaron lentamente a disiparse; por fin sonó una voz preñada de dulzura susurrando en dirección a sus oídos:


-“Ven pequeño, no temas. Estás a salvo…”


En los días sucesivos, según se iba yendo el miedo, poquito a poco, iba ocupando su lugar el hambre (otra vez). Sin embargo en esta ocasión sí había qué comer. Y tanto había, que Pirata se preguntaba dónde escondió el mundo todo aquello durante los meses de carencias. Claro que muy pronto dejó de preguntárselo, y en lugar de eso empezó a comérselo. Y comió, y comió, y comió… por si mañana no había. Más para su sorpresa jamás volvió a faltar, qué va, hasta llegó a convertirse en rutina comer todos los días, ¡inaudito! Era evidente que estos humanos no le cazaron para devorarle, pena que mamá no estuviera aquí para verlo…


En resumen… ahora ejerce de rey en un palacio, no quiere saber de gatas ni ratones. Dedica el tiempo a tostar al sol su piel canela y a decorar la vida cotidiana de quienes dieron todo para salvar sus huesos (y no les piensa abandonar jamás).


No todos los gatos mueren en las oscuras celdas de la crueldad del hombre. Pirata, el de la pata de palo, es la prueba viviente de que a la humanidad aún le quedan algunos seres humanos a los que recurrir en su infernal cruzada contra el diablo…




Ramón Olivares Granero